– ¿Vamos a ver la nueva peli de Mulán?
– Buah, es que no estoy yo para muchos gastos, el cine ahora como que no.
– Qué va, si se estrena directamente en Disney+.
– ¡De lujo! Sólo hay que pillar las palomitas entonces.
– Bueno… Eso y pagar los 21,99€ del acceso Premium.
Esa es la realidad que estamos viviendo a una semana de un estreno que va a hacer historia. Y no la hará por ser la adaptación Live Action de uno de los clásicos de Disney que más cariño despierta entre sus fans o por polémicas como si «Mulán» es un hombre trans o no. Lo va a hacer porque la compañía se ha atrevido a dar un salto a un mundo de posibilidades para recaudar más y más.

Porque, como si de llover sobre mojado se tratara, lo que se nos plantea con el estreno del film es que, para poder acceder a él, debamos pasar por caja por partida doble: primero, deberemos tener una suscripción a la plataforma, hasta ahí todo correcto. En segundo lugar, deberemos pagar un extra, un complemento, para poder acceder a este contenido de estreno. Y más allá del hecho simbólico también influye mucho la cantidad.
Por situarnos, de media, el alquiler de una película en formato digital oscila entre los 2€ y los 8€, dependiendo de la plataforma y calidad (sí, pagamos hasta por la cantidad de píxeles de cada fotograma). Con lo que los 21,99€ de este estreno se sitúan lejos con la excusa de la novedad. Otro dato de referencia es lo que cuesta una entrada de cine, que podemos situar entre los 5€ y 10€ según distribuidora, fecha y promociones.
¿Es desorbitado? ¿O realmente está justificado? ¿Qué papel juega la comunicación en todo esto?
Si el precio es alto o no va a depender de nuestra experiencia personal y con qué lo comparemos de forma interna. Existe un mundo de psicología detrás de los precios (como por ejemplo por qué más del 95% de precios de mercado acaban en 0, 5 o 9) y, por más que hayamos desarrollado un cierto sentido innato de economía para la supervivencia, también estamos viviendo un periodo histórico en el que a una parte de la población no afecta tanto a sus necesidades básicas.
Así, aunque gastar «duela», nos permitimos hacerlo si entendemos que la transacción vale la pena. Una conclusión a la que llegamos al comparar el valor que se ha asignado a un producto con la experiencia que nos ofrece en relación con lo que conocemos.

Con «Mulán» existen muchas dudas porque no tenemos otra referencia aún. Ninguna empresa se había atrevido a hacer lo que Disney ahora mismo, lo que le da la posibilidad de abrirse camino si su propuesta convence al público o de cerrar esa rama de posibilidades para todo el mundo si fracasa, al menos por una temporada. Tampoco parecen haberse preocupado mucho por el aspecto comunicativo desde Disney. Podrían haber hecho hincapié en una campaña de estreno de cine en casa, enfocarlo a las familias con varies hijes para que parezca algo más económico o simplemente plantearlo como un estreno diferente. Pero no han hecho nada, probablemente porque incluso de puertas para dentro tendrán muchas incertidumbres sobre cómo va a calar la idea.
Todo esto ocurre gracias al avance tecnológico y el atrevimiento de quienes otrora fueran personajes menores en un mundo de gigantes. Con la democratización de Internet, las descargas no oficiales de contenido multimedia se dispararon, haciendo tambalearse a industrias asentadas como la discográfica o la cinematográfica. Desde el principio, se atacó la «laxa moral» de quienes llevaban a cabo estas prácticas muchas veces perseguidas incluso por la ley. De hecho, en España se llegaron a crear comisiones que investigaban y multaban a personas por descargar y compartir contenido por Torrent de manera ilegal. Sin embargo, hubo quienes entendieron que lo que buscaba la gente no era tanto conseguir las cosas gratis sino conseguirlas fácil. No tener que ir a una tienda a comprar o alquilar una película o un CD de música o que tu experiencia se viera limitada por el soporte para reproducirlo. Lo mismo con la variedad o lo inviable de tener un armario de música y películas con un catálogo que siempre estaría acotado por el espacio físico que ocupan.

Así surgen las plataformas de streaming siendo pioneras, cada cual en su ámbito, Spotify y Netflix. Esta última pasó de enviar películas en DVD por correo postal a ofrecer un catálogo de miles de horas a golpe de click. Instantáneo, sin pausas, sin publicidad, sin limitaciones, en cualquier pantalla que tuvieras a mano.
Como era de esperar, este tipo de propuestas triunfaron dando un vuelco al mercado y la manera en que consumimos el contenido. Dejamos de poseer la música o las películas. Ahora sólo las tomamos prestadas. Realmente dejamos de poseer incluso la capacidad real de elegir lo que vemos o escuchamos porque la variedad está acotada a lo que nos presenta cada plataforma en su catálogo. Cuando era niño recuerdo que tener televisión satélite era algo sólo al alcance de personas de clase media-alta en adelante, la televisión gratuita era más que suficiente y pagar por más contenido audiovisual, un capricho. Hoy en día no hay hogar sin Netflix, o HBO, Prime Video, Disney+, Filmin, FlixOlé, Apple TV+, Crunchyroll, Sky, RakutenTV, Starzplay y un largo etcétera.
Y ¿cómo es posible que existan tantas y tantas plataformas? ¿Cómo se diferencian?
Por las producciones propias. Ser distribuidora está bien. Ser productora, también. Ser ambas, mucho mejor. De esa manera controlas no sólo lo que ofreces, además, eliges quién puede ofrecer tu contenido. Y esto te permite bajar la calidad, que importará menos, y los costes, ¿cómo?
Porque con un par de producciones insignia y alguna de las «infaltables», por ejemplo la incombustible Friends que tan cara le ha salido a Netflix, la gente viene sola. Claro, hace falta cantidad para que se queden. Así que rellenas el catálogo con contenido de menor nivel y con contenido propio que te interese publicitar o que te resulte muy, muy barato de crear.
Una historia que viene de largo
Algo similar vivimos en los orígenes de Hollywood, cuando las productoras eran dueñas también de las salas de cine. Se «forzaba» el catálogo de las salas para dar cabida a las películas de menor calidad bajo el ala de los buques insignia de cada productora. Esto no sólo mermaba la calidad en general, además dejaba fuera de la partida a los estudios más pequeños e independientes que, con buenas obras, veían cómo la distribución quedaba fuera de su alcance. Esa situación de oligopolio se acabó a golpe de ley con una decisión del Tribunal Supremo de Estados Unidos en a raíz del caso Antitrust de 1948. Los decretos producto de la sentencia se conocen popularmente como los «Decretos de Paramount», siendo esa la principal acusada.
Gracias a ésta, se reguló para impedir a las productoras influir en las salas de cine con prácticas como el block book (obligar a la sala a meter en catálogo la serie B a cambio de poder sumar los grandes estrenos). Las distribuidoras ahora verían primero las películas y serían libres de elegir qué incorporar a su catálogo y qué no. Así se cortaba de raíz el problema, y, de paso, la cabeza de más de una de las «grandes», como fuera en su día RKO.
Las reglas del juego cambiaron para siempre hasta 2020
Tras un nuevo proceso judicial y bajo el pretexto de que «la situación actual no es comparable y la sentencia está realmente obsoleta» se han tumbado estos decretos, abriendo la puerta a que Netflix, Disney o Amazon puedan tener incluso sus propias salas de cine.
Para quienes queramos consumir películas va a suponer un cambio de paradigma y, sintiendo ser portador de malas noticias, es poco probable que para mejor. Ya nos estamos comiendo estrenos de calidad cuestionable, doblajes realizados por actrices y actores que no son profesionales del sector (Memorias de Idhún, I’m watching you) para abaratar costes y producciones que se alargan hasta el infinito agonizando y destrozando las que fueran buenas ideas que nunca tendrían que haber continuado.
Esto pasa en el streaming, ahora se abre la puerta a que ocurra también en las salas, o a medidas como pagar una entrada más cara por las «películas Premium».
Confiemos en que el ingenio y la creatividad encuentren un resquicio para mantenerse a flote por encima de los intereses puramente económicos y que conservemos la «libertad» de elegir qué queremos ver.